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Unidad documental simple 000286 - Los afroargentinos en el tango
Parte de Fondo Néstor Ortíz Oderigo
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Título
Fecha(s)
- 1912 - 1996 (Creación)
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Volumen y soporte
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Nombre del productor
Historia biográfica
Sus primeros artículos aparecieron en la revista “Fonos” en 1928. Luego colaboró en diarios y revistas de todo el mundo como “La Nación”, “El Mundo”, “Nosotros”, “Lea y Vea”, “Davat”,“Saber Vivir”, “Sustancia”, “Associated Negro Press”, “Oportunity”, “Playback”, “Jazz
Magazine”, “Hot Club Magazine”, “Música Jazz”, “Pensamiento da América”, “Folha da Manha”, “Ritmo”, “Quilombo”, “Mundo Uruguayo”, “Rhythme”, “Australian Jazz Quarterly”.
Néstor Ortiz Oderigo había comenzado a entusiasmarse con la música de los afronorteamericanos a los catorce años. El amor por el jazz lo había conducido a interesarse en la cultura negra de toda Latinoamérica, en particular del Río de la Plata.
Murió en 1996, a los 84 años de edad. Su viuda donó la inmensa colección de libros sobre temas antropológicos, discos, tallas y tambores al Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Su sobrina, Alicia Dujovne Ortiz, donó material inédito a la Universidad de Tres de Febrero para dar a conocer parte de la obra que no fue publicada por el autor.
Murió en 1996, a los 84 años de edad.
Institución archivística
Historia archivística
Origen del ingreso o transferencia
Área de contenido y estructura
Alcance y contenido
El PDF corresponde al texto original que aparece en el capítulo 221 del libro "Esquema de la música afroargentina". Se presenta lo escrito por Néstor Ortíz Oderigo en esta agrupación documental:
"A pesar de que el hecho se encuentre muy lejos de haber recibido la aceptación unánime de quienes se han referido a estos temas, se puede demostrar, sin que la faena requiera un esfuerzo desmedido, que los negros no llegaron a nuestro país desnudos de elementos culturales, como tampoco lo estuvo ningún pueblo en la historia de la humanidad, toda vez que el hombre, desde sus primeros y denodados esfuerzos para sobrevivir, ha sido siempre un creador de cultura. Con los esclavos vinieron, desde el África occidental, desde el ex Congo, desde Angola y aun desde Mozambique, a bordo de los siniestros veleros de la trata, entre muchos otros patrones y complejos culturales, sus cantos y sus cuentos, su música y sus miembros organográficos y sus rituales litúrgicos.
En el Río de la Plata, se cultivaron bailes africanos, registrados también en otras latitudes de nuestro continente, tales como la calenda, calinda o caringa, estilizada por Frederick Delius; la bambuola o bambula, llevada a la música “culta” por Louis Moreau Gottschalk; y la chika, chica, condo o martinica. Se oyeron asimismo las voces de tambores y tamboriles de diversas morfologías, dimensiones y técnicas organográficas; en cuya órbita cupieron el macú, maku o makuá, denominado ká en las Indias Occidentales, y el omo, congo, o niño; así como idiófonos de percusión y de sacudimiento o sacuditivos, cual la mazcaya, mascaya, mazcalla o masacalla; la marimba o balafón; el adjá y el agogó, engendrados en el inmenso vientre de la tierra de procedencia de los negros.
Memorialistas, publicistas de recuerdos, cronistas, etnógrafos y viajeros, nos hablan, a veces con cierta exageración, del “buen oído” y de las aptitudes estéticas de negros y mulatos, y de su tradicional “instinto musical y coreográfico”, al que juzgan, en forma empírica y falsa, un rasgo biológico, somático, étnico o “racial”, y no, como en realidad es, un patrón de cultura. Se refieren también a la habilidad y destreza con que dominan los miembros de una frondosa y compleja organografía, procreada en cubetas africanas.
Porque la influencia de los afroargentinos aparece retratada con nitidez y claridad, en especies musicales y coreográficas de nuestro folklore y en cuentos y leyendas, a los cuales imprimían un “tono” y una dimensión peculiares. Contribuyeron, de igual modo, con técnicas instrumentales características, como el tañido del bombo criollo, de manera alternativa o simultánea, en el parche y en el corpus o aro del membranófono. Aportaron la birritmia y la polirritmia africana que aparecen en ciertas especies, tales como el pala-pala, la chacarera y el gato, en las que el ritmo de tres tiempos sustenta melodías que se deslizan a través del compás binario; y los ritmos denominados tangana y cayengue –vocablos ambos de matriz africana-, cultivados en el tango, sobre todo en su etapa arcaica; el empleo de guitarras de siete, nueve, once y doce cuerdas, para imitar los cordófonos africanos como el kora, arpa dotada de veintiuna cuerdas; la utilización de un pañuelo en la mano, en el flirt del hombre a la mujer, en la zamba -voz proveniente del África bantú-, registrada en el inmenso continente, con anterioridad a la invasión de las potencias europeas. Al ámbito coreográfico brindaron, además, la tradicional ombligada o “golpe pélvico” y el famoso “paso de candombe”, que aún hoy sobreviven y que el pintor Pedro Figari captó con pleno realismo y pericia e inteligencia singulares y plurales. Por otra parte, trajeron infinidad de vocablos y locuciones originados en moldes africanos, y algunos de los cuales otorgan denominación a diversas danzas folklóricas y populares del Río de la Plata, cuya esfera cupieron entre otros la zamba, el tango, la semba, el curumbé, la cumba y el malambo. Tómense como paradigmas las voces tango, milonga, zamba, malambo, cumbé, semba, marote, corumbé.
Desde luego que además de los africanismos mencionados, entre las dicciones de carácter general, los términos incubados al calor del África pueden contarse por decenas. En tal sentido, nuestro Diccionario de africanismos en el castellano del Río de la Plata, que aún permanece inédito, recoge más de quinientas expresiones cuyo cordón umbilical se extiende hasta distintas latitudes del continente africano y se han aposentado en nuestro idioma, han sido hospedadas por el lenguaje “culto”, por el popular y aun por el caló o lunfardo de nuestra ciudad; así como, los menos por cierto, figuran en el léxico de la Real Academia Española.
Bandas civiles y militares
Desde el preciso instante en que `pisaron suelo de nuestro país, la presencia de los afroargentinos quedó registrada. Pero en el decurso del siglo diecinueve y comienzos de nuestra centuria, aparece con toda fuerza e intensidad en bandas civiles y militares, en orquestas “clásicas”, de música popular y de música “ligera”. Negros libertos fueron los integrantes de la primera banda del ejército argentino. Organizada con el auspicio de Pedro Vargas, el patriota mendocino la puso a disposición de las huestes de los Andes. Súmese, entre otros antecedentes, el hecho de que tamboreros y pifanistas de origen africano formaron parte de los regimientos 1º al 5º de la infantería de nuestras fuerzas armadas.
Por otro lado, los esclavos y sus descendientes integraron coros en las iglesias, en cuyo ámbito también se desempeñaban como organistas y campaneros. Eran actores teatrales; recordemos, en este sentido, que en el año 1837, una compañía dramática, formada por “pardos”, actuaba en nuestra capital, y, algunos años más tarde, estrenó el drama Atar Gull o Una venganza africana, de Lucio V. Mansilla. Enseñaban piano, canto, danza, en casas de familias “pudientes”. En calidad de instrumentistas cumplían labores en fiestas realizadas en salones, en “patios” y otros sitios de diversión. Organizaban charangas y pequeños conjuntos organográficos, constituidas por media docena de músicos, por lo general a las órdenes de un clarinetista, con el objeto de rendir homenaje a figuras de relieve en la esfera social o en el horizonte político, o para festejar algún éxito bélico, durante la época en que nuestro país se vio envuelto en luchas intestinas.
Tañían esos organismos instrumentales, motivos emanados del generoso folklore de raíz africana e improvisaban sobre el cañamazo de temas musicales del más diverso carácter, incluido nuestro himno nacional, llamado entonces Canción de la Patria. Pero aun cuando vertieran músicas pertenecientes al repertorio del arte sonoro euroamericano, los afroargentinos las “reinterpretaban”, como se dice en el léxico técnico de la antropología; las exornaban con los arabescos, con las filigranas, con la fiorituri y los abbellimenti de los timbres centelleantes, coloridos y cambiantes y de los ritmos envolventes y caprichosos de sus danzas, grávidas de síncopas, de “saltos” y de “caídas”, de “quiebros” y “deslizamientos”, heredados de los candombes y las sembas, y que luego pasarían, apenas transformados, a la milonga y al tango.
Marchas candomberas
Hasta muy entrado nuestro siglo, en el Río de la Plata perduraron la sístole y la diástole de las culturas del África. Desgranaba sus días el primer decenio de nuestra centuria cuando aún latían los tambores y tamboriles, vibraban las marimbas, tintinaban los cencerros y chasqueaban las mazacayas, tañidos, durante sus marchas candomberas y sus comparsas, por negros pertenecientes a las distintas “naciones” africanas que subsistían en la textura etnográfica de la “Gran Aldea”. Entonaban asimismo “clásicos”, estribillos o bordones, en los que todavía se observaban morfologías poéticas y dicciones germinadas en el denso boscaje africano:
Alé, alé
Alé, alé
Calunga, mussanga,
Mussanga, ¡é!
Sin embargo, con el correr del tiempo, la música importada del África al Mar Dulce, colocaba, en forma lenta pero inexorable, una apretada sordina en el pabellón de sus instrumentos. Hecho sociológico, no podía ser detenido, ni admitía reversión. Pero aún no había tañido su coda, ni entonado su treno. Porque entonces, en el cielo del arte sonoro de nuestro país, alumbraba otra aurora musical. Abría los ojos al mundo una "música nueva”, una nueva música, preñada de rasgos y matices fundidos en crisoles africanos, mas envuelta en la placenta de la cultura afroargentina. Era el tango.
Dilatada polémica
Sobre el origen, la trayectoria, el desarrollo y la evolución de las distintas músicas populares, así como de las folklóricas, en todos los tiempos y en todas las latitudes, se han tonado distintos coros polifónicos de voces discordantes, no siempre templadas en el diapasón del conocimiento auténtico, de la profunda investigación científica y del certero juicio crítico. Muchas apresuradas improvisaciones se han tejido en el bastidor de estos escenarios. Porque, en general, se ha procedido de acuerdo con la simpatía o la aversión que quien hable pueda sustentar respecto del sector etnocultural que las engendre, o que haya influido con fuerza y ahínco en su desenvolvimiento, en sus cambios y transmutaciones, o en la transformación de sus rasgos, de sus características y morfologías técnicas y estéticas, o en su trayectoria histórica.
Muy lejos se halla el tango de constituir la excepción de esta regla. Por el contrario, acerca de su procedencia, y en particular del origen de sus pulsaciones primarias, mucha tinta se ha derramado y las teclas de no pocas máquinas para escribir se han puesto en movimiento, con el objeto de expones las más diversas teorías. Por desdicha, en estas polémicas no han tónica y la dominante el resoso, la objetividad y el conocimiento profundo de la materia, así como de los temas vinculados con la etnomusicología, la africanística y la afroamericanística. Mucho se hospeda en ella de fantasía, de desconocimiento y premura en la emisión de las opiniones.
Antecedentes africanos
Si se tiene en cuenta, de manera esencial, el antecedente africano que significa el hecho de que hayamos descubierto la presencia de uno de los ritmos del tango arcaico en músicas bantúes y sudaneses del África, y a ello sumamos los elementos de juicio apuntados in extenso en nuestro libro, todavía inédito, rotulado Latitudes africanas del tango, no podrá extrañar, en lo más mínimo, el crecido número de negros y de sus descendientes que actuaron en la época del tango en su viaje a través de sus jornadas formativas y aun después.
El ritmo que lleva la denominación tangana -voz de matriz kimbundu, rama lingüística desprendida del frondoso árbol de los idiomas bantúes-, se encuentra en el cimiento de sus expresiones prístinas y arcaicas, lo mismo que en diversas manifestaciones de la música afroamericana, incluidos los blues y los negro spirituals afroestadounidenses; fue introducido en Cuba, así como en otras Antillas mayores y menores durante el siglo dieciocho, por esclavos provenientes del Senegal, en el poniente de África. Porque esta marcación rítmica constituye una planta que, con fuerza y lozanía, germinó en todas las verdes praderas de la música americana regada por la vigorosa influencia o por la inspiración fecunda del elemento africano y afroamericano. También ha sido registrada en la música de las zonas bantúes de Angola y en la región del ex Congo -hoy República del Zaire-, en el África ecuatorial, donde también reinan las culturas bantúes.
Acerca del pulso de que hablamos, conviene señalar que Mario de Andrade, el famoso poeta y musicólogo brasileño, en su Pequena história da música (San Pablo, 1944), afirma que, entre los muchos elementos que el Brasil otorgó a la cultura de Portugal figura ese ritmo, el cual, por su parte, la Argentina y Cuba proporcionaron a España. De ahí su presencia en el tan mentado tango andaluz, que, quienes ignoran este hecho, colocan como pretexto para eludir el genuino origen africano es esta pulsación “tanguística”, sin reparar o ignorando, el pródigo número de negros provenientes del África que alojaba Andalucía, algunas de cuyas provincias, como Cádiz, eran fértiles emporios de esclavos que no sólo abastecían los mercados locales, sino que exportaban “piezas de Indias”, entre otros países, a la Argentina. Por consiguiente, en nuestro país y en el Uruguay penetraron innumerables esclavos provenientes de esa región española.
Necesario es subrayar que el latido del tangana llegó al Río de la Plata por el doble cauca del continente africano y de la música afrocubana, en la cual el ritmo en que fijamos nuestra mirada, brota en casi todas sus especies folklóricas y populares, entre las cuales figuran el danzón y la habanera.
Constituye un hecho comprobado, en el ámbito del tango y su puericia, que los afroargentinos desempeñaron un papel de singulares y plurales relieves. Casi todos los primeros labradores de estas tierras eran negros, mulatos, cuarterones o zambos.
Pianistas y guitarristas afroargentinos
Durante los originarios, incipientes, erráticos y fluctuantes pasos de la música cubana a nuestro país, los negros y sus descendientes lo guiaron merced a distintas brújulas. Actuaban en calidad de pianistas y guitarristas, de flautistas y mandolinistas, de clarinetistas y contrabajistas, o improvisaban en la armónica de boca, en el peine envuelto en papel de seda o blue-blowing, en la “mate” o en la concertina, especie de acordeón de morfología hexagonal. Y dejaron sus huellas manifiestas e imborrables en otros horizontes del arte sonoro popular de la Argentina.
En las “casas de mala fama”, en los peringundines y en las “academias de baile” -de propiedad o timoneadas por negras y mulatas-, se destacaron como eximios e insuperables bailarines, con sus mudanzas, con sus “cortes” y “deslizamientos”, con sus vivas “quebradas” y sus elegantes floreos y diestras posturas “a lo raza africana”.
Después del impulso inicial, después de haber formulado sus leyes y sus procedimientos, sus normas estéticas y técnicas, los afroargentinos confirieron al tango la pimienta malagueta o “grano del Paraíso” de sus originales y prístinos recursos y sus métodos musicales, organográficos y coreográficos. Le concedieron factores e ingredientes que sumaron sus caudalosas aguas para enriquecer y exornar su generoso hontanar. Lo aderezaron y acrecentaron, lo ataviaron y adornaron con la síncopa y el timbre “velado”, dirty o “voz de caña quebrada”, como decían los cronistas del siglo diecinueve; con el contratiempo y el rubato, con el ritmo cayengue y el “paso de candombe”, con la anacrusa y el ascendiente de la “ombligada”, semba o “choque de vientres”; toda vez que en sus albores, el tango se bailaba en pareja suelta, por la influencia africana, y los danzarines utilizaban este recurso, tan característico como eficaz en toda la coreografía que exhibe raíces africanas en su origen o en su trayectoria. Y le acordaron singulares y plurales “maneras negras” de tañido y de “reinterpretación” de valores de prosapia euroamericana.
La fuerza telúrica de este idioma musical, en manos de los afroargentinos, y su profundo y dilatado arraigo en ciertos sectores de nuestro pueblo, lograron que los primigenios tangos de los negros y de sus descendientes perduraran y se extendieran a través del tiempo y aun del espacio. Y esto, a despecho y a pesar de que sus creadores, los hombres de linaje africano, hayan mermado en su trascendencia como factores étnicos y sociales, tal como ya lo había señalado, con su visión zahorí y proyectada al futuro, el gran Sarmiento, en la mitad del siglo diecinueve, en su magnífica obra rotulada Conflictos y armonías de las razas en América, hasta el punto de poco menos que desaparecer; no así sus herederos etnoculturales, los mulatos, los cuarterones, los octavones y zambos, que son los tipos físicos que, hasta el instante en que vivimos, perdura en las fronteras de nuestra heterogénea y compleja etnografía.
El vocablo “tango”
Por otra parte, al investigar el origen del vocablo que brinda denominación a nuestro arte sonoro urbano, nos encontramos con que la dicción tango fue también importada desde el continente africano, por la vía de un verbo allí originado. Pues constituye una alteración del término Shangó o Changó, dios del trueno, del rayo y de las tempestades, así como dueño y señor de los tambores y numen de la música, en la generosa y original mitología de los yorubás, de Nigeria, en el África occidental. Fragmentos poéticos de cantos litúrgicos afroargentinos que hemos tenido la rara fortuna de recoger de la tradición oral amparan y confirman esta aseveración. Figuran algunas de estas piezas en nuestra obra La experiencia cultural de los afroargentinos.
También introdujeron los negros de la Argentina distintos elementos rítmicos y técnicas organográficas, sobre todo en el hemisferio de miembros sonoros idiófonos de percusión y fricativos, así como en el de los membranófonos de diferentes órdenes, morfologías y características tecnológicas.
Pusieron en ejercicio, asimismo, “modos” estéticos que se confunden con melodías de la índole más diversa y heterogénea. Utilizaron instrumentos musicales de matriz europea, por lo general tañidos a la manera de las prácticas organográficas africanas. En este último ámbito figuran el pandero no sólo percutido sino ejecutado merced al deslizamiento de los dedos sobre el parche; la guitarra, a menudo convertida en instrumento idiófono de golpe, y el contrabajo, con sus típicos ritmos cayengues, en los que el arco, la palma de la mano o las baquetas de la percusión, hieren las cuerdas contra el corpus de la herramienta sonora. Porque, en toda América, de acuerdo con los distintos grados de intensidad de la influencia cultural y social que hayan ejercido en cada país, la silueta de los negros y de sus descendientes se dibuja con diáfana nitidez.
Familias de artistas
Una cuestión careedora de subrayarse en forma particular, es que no pocas familias de negros argentinos brindaron al panorama de la cultura de nuestro país diversas generaciones de músicos, de intelectuales y artistas, tanto en las fronteras “clásicas” como en el escenario popular. Figuraron, entre otros, los linajes de los Espinosa, los Mendizábal, los Navarro, los Posadas, los Ramos Mejía, los Rivero, los Santa Cruz y los Thompson. La generación de los Posadas, vale la pena escribirlo en bastardilla, extendía los dilatados brazos de su origen hasta una personalidad consular y pionera en el meridiano de las artes plásticas en la Argentina. Era el pintor Bernardino Posadas, una de las figuras de mayor predicamento y significación de la cultura afrorrioplatense.
Aunque el ambiente haya sido entonces, sin la menor sombra de duda, inhóspito y refractario -los negros, bajo todos los cielos, han vivido siempre en permanente “estado de sitio”-, demuestran esas actividades, la fuerza poderosa de la tradición artística y la significación que acusan las expresiones estéticas en la esfera de los pueblos de génesis africana, como un patrón auténticamente cultural, y no “racial”, biológico, somático o étnico, según se dice o se supone con frecuencia.
Por otra parte, los músicos de más elevado vuelo lírico y artístico y de mayor capacidad técnica, así como los que saltaron a muy levantadas alturas estéticas del período arcaico de la música de Buenos Aires, eran negros, mulatos, cuarterones o zambos.
Maestros negros
En el panorama del ascendiente que ejercieron los negros y sus herederos en la órbita del tango vetusto existe un asunto que no puede pasar inadvertido, por la singular vibración que acusa. Nos referimos al hecho de que, además de la influencia que suscitaba la convivencia de ambos sectores etnoculturales en el ambiente musical y social, muchos afroargentinos dictaban lecciones de diversos instrumentos musicales a no pocos tanguistas, que luego saltarían a la fama, en nuestro país y aun en el exterior. De suerteque en esta forma, los negros y sus descendientes inculcaron a sus discípulos, juntamente con los resortes del conocimiento de la técnica musical universal, los rasgos característicos y las “maneras” típicas de la especie sonora que hablamos.
Efectivamente, Vicente Greco, famoso bandoneonísta y autor de las tradicionales tangos Rodríguez Peña, Ojos negros y La viruta, fue alumno del casi legendario músico afroargentino Sebastián Ramos Mejía, punta de lanza de la escuela bandoneonística del tango arcaico e introductor de su herramienta sonora en la orquesta típica; Domingo Santa Cruz, autor de los famosos tangos Hernani y Unión Cívica, y Adrián Almeida, pioneros ambos de sólida y bien conquistada fama, enseñaron la técnica del instrumento de Band al aventajado Juan Maglio (“Pacho”), quien llevó las riendas de un cuarteto que hizo historia, y uno de cuyos integrantes fue el guitarrista afroargentino Luciano Ríos; y Enrique Saborido, reputado pianista y creador del tradicional Felicia, fue discípulo del miliunanochesco Rosendo A. Mendizábal, silueta consular del teclado, en la época en que el tango dibujaba sus primeros y vacilantes pasos, así como el autor del clásico tango El entrerriano -el primer espécimen tanguístico publicado, el cual vio la luz pública en el año 1897- y otras páginas melódicas que ante el instante actual figuran en el repertorio de la mayor parte de las orquestas típicas.
De una profunda laguna adolecería este ensayo panorámico, si omitiéramos el nombre de Juan Santa Cruz, otro de los pioneros y adelantados que surcaron los caminos del tango en la época de su amanecer. Imposible resulta aseverar que este músico haya sido el primero de los tañedores de bandoneón, pero es manifiesto que figuró de manera prominente entre las siluetas primigenias e iniciales del género, que actuaron en las líneas avanzadas de la estética afroargentina.
Viene también a consolidar la presencia de los afroargentinos en el horizonte del tango arcaico, la cuestión de que casi todos los tríos, los cuartetos y las orquestas dirigidos por músicos “caucásicos”, durante la época de la aurora de la música urbana de Buenos Aires, acogían en su órbita a instrumentistas negros y mulatos. Lo cual constituía el mejor reconocimiento de las bases afroamericanas de esta especie y de la capacidad y la originalidad de que eran depositarios los creadores de la modalidad sobre la que fijamos nuestra mirada, como rasgos de sus tradiciones culturales.
Valgan como paradigmas, con el objeto de citar sólo un par de casos tomados al azar, el hecho de que el violinista y guitarrista Eugenio Aspiazú, integró la orquesta Ponzio-Bazán; el guitarrista Luciano Ríos, y el pianista y guitarrista Juan Santa Cruz, alternaron su actuación en el famoso cuarteto del mencionado Juan Maglio, y el contrabajista y guitarrista Leopoldo Thompson, antes de incorporarse, sucesivamente, a los conjuntos de Francisco Canaro, Osvaldo Fresedo y Julio de Caro, colaboró con Eduardo Arolas en una de sus agrupaciones musicales.
Respecto de los cantantes, desde Ángel G. Villoldo, Carlos Gardel, Ignacio Corsini, Agustín Magaldi y Carlos Marambio Catán, hasta Rosita Quiroga, Libertad Lamarque y Amanda Ledesma, buscaron, en los hontanares de la música afroargentina, a los acompañantes más adecuados a sus deseos, a sus exigencias artísticas, a su capacidad técnica y a sus aspiraciones o posibilidades estéticas. En el orbe de la faena de estos cantores cupieron los guitarristas Enrique Maciel, José Ricardo, Guillermo Barbieri, Oscar Alemán y otros de no menor calibre.
Podemos añadir, para ahondar aún más la incontestable presencia del afroargentino en el proscenio del tango en su puericia, que uno de los primeros conjuntos orquestales del género, si no el primero, lo dirigió un negro; uno de los mejores y más representativos tangos, que en la actualidad goza de plena vivencia y vigencia y, además fue el primero que vio la luz pública a través de la partitura impresa, en el año 1897, El entrerriano, en el que palpita con claridad espectacular la influencia afrocubana de los sones, habaneras y danzones, se debió a la faena de un negro, y uno de los primeros pianistas de los albores del tango, fue asimismo un negro. Se llamaba este negro, o mulato, para ser más exactos, Rosendo A. Mendizábal y es una de las personalidades más conspicuas y significativas que recuerda la historia de la música urbana de Buenos Aires.
Del mismo modo, acaso el primer violinista del género haya sido también un descendiente de africanos. Se llamaba Negro Casimiro. Y era una silueta adornada con antorchas legendarias, en las fronteras de la música de nuestra ciudad, durante la época de su puericia y de su incipiente desarrollo. Señalemos, de paso, que en el perímetro de los tañedores que abrieron picada en la senda del instrumento de Menuhin, se destacó este músico; pero, al margen de aquellos cuyos nombres han quedado registrados, deben de haber actuado no pocos tañedores, pues el perfil del violinista negro se tornó “clásico”, desde los primeros días de la esclavitud, en el ámbito de los afroargentinos, así como en otros países de América, por virtud de la influencia que este cordófono ha tenido en los pequeños grupos organográficos africanos, en los que aparece junto a la corneta, al arpa y al tambor.
El hecho de que a las versiones “cortadas”, bien “acompadradas” de la música o del baile del tango, se las denomine cayengues -y no canyengues, como por ahí se escribe y dice-, constituye otro reconocimiento del africanismo de nuestra música popular en su fase inicial. Porque, al acuñarlas con esta voz de prístina raigambre africana, se está efectuando una alusión directa al carácter y al espíritu “negros” de esta especie, en su época vetusta. Toda vez que el vocablo cayengue, derivado de la voz ka-yengue perteneciente al idioma kimbundu del África bantú, se emplea como sustantivo y como adjetivo; pues el “corte” y la “quebrada” vienen en línea recta, o dejan traslucir con claridad, los esguinces y gambetas de la coreografía del África, desde luego que con las lógicas variantes y mudanzas de todo patrón, complejo o trazo cultural trasplantado a un medio social que no es el hábitat originario.
Títulos sugestivos
Por otro lado, los propios compositores y ejecutantes del género reconocen la génesis africana de la especie musical sobre la cual aplicamos nuestro cristal biconvexo. De lo contrario, no tendríamos piezas con títulos alusivos a los negros. Veamos algunos de ellos: Tango negro, El candombe, Negroide, El africano, Pobre negro, Yo soy el negro, El negro Raúl, Alhucema (subtitulado “Tango negro”), San Telmo, El Mondongo y diversas páginas más.
Suscita particular atención el hecho de que un tango anónimo, del año 1850, y de evidente creación afroargentina -sus ecos han llegado hasta nuestros días-, lleva en su título y en su poesía un vocablo engendrado en hormas africanas. Hablamos de El menguenge (El niñito, El pequeño). La voz proviene del idioma kimbandu ngenge, que significa “inepto”, “inhábil”, “incapaz”, indefenso”, y el conocido prefijo ma, partícula que entra en la formación de no pocas dicciones de cuna africana, provenientes de la mencionada lengua, de tanta influencia en el castellano del Río de la Plata, así como en el portugués del Brasil, tal como queda demostrado en nuestra obra Diccionario de africanismos en el castellano del Río de la Plata.
Conclusión
Con la notable merma del elemento etnográfico originado en crisoles africanos –inapelable e irreprimible fenómeno sociológico-, fundamentalmente por la vía de la absorción biológica, así como por otros factores que no es del caso determinar aquí, los afroargentinos se han ido replegando de las trincheras del tango, en forma lenta pero e inexorable. Hoy sólo queda un puñado reducido de hombres y mujeres cuyo cordón umbilical los vincula con el África y están refugiados en barrios apartados de nuestra capital y en la provincia de Buenos Aires. De entre el cual emerge, con fuerza irresistible y rasgos talentosos, la vigorosa y original silueta del pianista, compositor y director de orquesta Horacio Salgan. Se trata de un creador exornado con cualidades nada comunes, dueño de un estilo, de una técnica, de una musicalidad, de un buen gusto en la elección de sus medios expresivos y una inspiración que lo colocan sobre un pedestal por completo y absolutamente excepcional, toda vez que ha logrado renovar y acrecer los recursos del tango y enriquecer sus ritmos, sin lesionar su esencia, sin menoscabar su tradición popular, a pesar de que la influencia del jazz no deja de hacerse presente en sus creaciones.
De manera rotunda y categórica, es posible aseverar que, sin los afroargentinos, el tango no habría asomado en las latitudes americanas o, por lo menos, exhibiría un rostro bien distinto y distante del que le conocemos. Por lo cual, cuando escuchamos el pulso martillado de ciertas orquestas típicas; sus vigorosos contracantos pianísticos; los ritmos tangana y cayengue; el empleo del bandoneón como instrumento rítmico, para señalar el pulso de las ejecuciones; la percusión de las tablas del violín, o de las cajas del bandoneón, para imitar los tambores; el pizzicato o el slapping del contrabajo; el calderón; el reiterado rubato; los glissandi; el portamento; cuando, en las figuras de la danza, observamos los esguinces, las gambetas, los “deslizamientos”, las “quebradas” y los “cortes” que la coreografía del tango heredó del candombe; la posición del hombre y de la mujer con las rodillas semiflexionadas y la cadera hacia atrás, de modo que el cuerpo adopta la forma de una S, idéntica a la del candombe y demás especies coreográficas africanas y afroamericanas; el “rascado” del cordal del violín, con la cuña de ébano del arco, para lograr efectos similares a los de los instrumentos musicales africanos de fricción o fricativos y el papel de lija que se empleaba en los albores del tango, resulta irrefragable que la imagen de los negros y de sus descendientes más directos se diseña de cuerpo entero. Porque, digamos con el inmenso poeta Pablo Neruda, “el negro trajo al Nuevo Mundo la sal que le faltaba”.
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